Escuché ruidos de helicópteros a la altura del Autódromo. Miré por la ventana - vivo en un décimo piso - y noté que eran cuatro del tipo Apache. Me asusté y me parapeté en el pasillo de mi departamento. Sentí peor desesperación que un obrero argentino al ver cómo se pulveriza su salario medido en dólares. Confieso que tuve muchísimo miedo. Pero me decidí a enfrentar la situación, si de todas formas me iban a matar (tranquilamente podían tirar abajo Lugano 1 y 2 de un misilazo). Me paré frente al ventanal del comedor, a unos seis metros de él, pegado a la pared, paredón de fusilamiento en esa circunstancia, y, ametralladora en mano, lancé una rafaga de balas. No era un FAL mi arma, sino algo más grande y pesado. Los cuatro jinetes del Apocalipsis casi que se metieron en mi living. Vi la cara de uno de los pilotos: un gringo barbudo entrecano de ojos azules. Sonreía al ver lo vano de mi intento de repelerlos. Obviamente que me mataron sin mayores dilaciones. "Algo habré hecho". Si tenía un arma de guerra, merecía ser masacrado sin piedad, sin respeto por los Derechos Humanos, ¿no, viudas malditas de la dictadura, que hablan de "República" y se rasgan las vestiduras? Desperté a las 4 a.m. totalmente sobresaltado. Hice pis. Sentí el ruido que originó la pesadilla: un camión viejo, de esos piratas nocturnos que surcan el Konurmalo, cuyo motor defectuoso creó un Vietnam en mi inconsciente. Me acordé de Dady Brieva, del bowling con personas, del terrorismo en Niza. Tomé agua y me persigné por los que ya no están. Maldije el pobrismo, la contaminación sonora, la obsolescencia de nuestro parque automotor, la falta de VTV de ese monstruo carente de rectificación. Me dormí en paz al saber que morí como un valiente en el sueño. Morí de pie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario