Una calle y otra y me alejé hacia el futuro por el recuerdo de la ciudad que existe y que no. Pensé en días pasados, de sol y frío, de lluvia y de sol, de sol y sol. Vi arder bajo el cielo siempre intenso a toda esa gente rubia, rubia, tonta y linda. Sentí sus pasos entre los árboles foráneos y las casas bajas también foráneas. Todo extranjero, transplantado. Incluso los pájaros. Miré los ojos frutos de esos anteayeres y noté la misma extrañeza de antaño. Seguí camino al río al que no se llega jamás, el río que trajo todo lo que enumeré antes. Descendí la calle rumbo a una estación. Descendí para volver a subir, subir a una autopista. Ver los caseríos perfectos a lo lejos, torres de iglesias, plazas perdidas. Imaginar personitas acordes al paisaje, naif. Sonrisas ingenuas y música tan buena. El viaje continúa. Torres de cristal y un horizonte prometedor con una arteria que presta se dirige al norte. El país estalla en ese cruce entre la capital y el resto de su cuerpo infinito. El vértigo de recorrer el cuello a gran velocidad y notar abismos por todos lados y espacios abiertos como si la vida no tuviera fin, la eternidad por adelantado. En un momento, hacia el sur, hacia otro río, otro más pequeño y oscuro, la ensoñación acaba para dar comienzo a una confusión de hordas sin fin, hormigueros humanos reventados, pasillos al margen y mercados paralelos. Se recorta un universo aguas abajo, un descenso, un fin en sí mismo de fin en fin. Y bajar, enhorabuena, a una avenida que sigue y sigue. Luego, adentrarse en barrios. Extraviarse en la cotidianeidad sin nombre, la cotidianeidad de millones. Números, números, olvido.