Lugano 1 y 2, el estadio más grande del mundo. Donde entran juntas todas las hinchadas: River, Boca; Racing, Independiente; San Lorenzo, Huracán; Chicago y, desde ya, Argentina. Y la de otros clubes, obvio (¡hasta tengo un amigo de Argentinos!). Lugano 1 y 2, tan pueblo que peroniza...
Con dos amigos, salimos del Edificio 130 rumbo a Coto, el supermercado del barrio, al atardecer, a comprar algo para tomar y comer (la famosa juntada de los viernes a la noche). A la altura de la Torre 9, en ese pasillito infame entre las rejas y el paredón de la Torre 7, apareció el Barrilete Cósmico: el Diego, con la 10, con la camiseta de Argentina, la histórica, la mejor, la más linda, (¿de qué planeta viniste?). Ni tiempo tuvimos de sorprendernos. Dicen que, en el Día de la Resurrección de los Muertos, retornaremos con cuerpos jóvenes, perfectos, lo mejor de nosotros. Bueno, vimos al Maradona del Mundial 86, el que más felicidad nos dio, el jugador de todos los tiempos y de todos los mundos, el que hizo llorar a Víctor Hugo y a millones. Estaba con la pelota, obvio ("Maradona no es una persona cualquiera, es un hombre pegado a una pelota de cuero", afirmó Andrés Calamaro con gran razón).
Diego corría para el lado de Soldado de la Frontera, con urgencia de gol. Lo veíamos de espalda. Esquivaba los soretes de perros - muchísimos, por culpa de los sucios de los vecinos - como si fueran defensores ingleses, soldaditos ingleses. La pelota no se mancha, no.
No pude evitar emocionarme al ver al ídolo resucitado o aparecido. Me pregunté si vino en cuerpo y alma o solamente en alma, a la manera de un holograma. Hubo, en la Antigüedad, herejías que consideraron que Cristo no tenía cuerpo, que era puro espíritu. Pensé que ese Diego no era de carne y hueso. Efectivamente, algo raro había porque, cuando lloré, su imagen comenzó a borrarse a medida que caían mis lágrimas. Ahí entendí que no nos quiere tristes, sino que desea que lo recordemos con alegría y una placa que diga "gracias a la pelota". Cuando detuve mi llanto, volvió en sí.
En un momento, le tiró un caño a un amigo, que se río con vergüenza (se le escapó la tortuga). Yo no me atreví a sacársela. Ya bastantes papelones hice jugando al fútbol en la escuela primaria y secundaria. No necesitaba más. Por otro lado, vano era intentar quitarle la pelota a Dios.
Diego se quedó para siempre con nosotros.
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