Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

domingo, 26 de agosto de 2018

Mauricio Solomón (por Juan Tierradentro)



Buenos Aires tiene la capacidad de hacer que todas las colectividades se vuelvan decadentes. Es que la degeneración de esa maravillosa ciudad infernal no distingue grupos humanos: el virus se mete en los espíritus y los hace heder a mierda a todos. Con Mauricio Solomón, yo tenía una buena relación, intermediada por Alan, por cierto. Cuando nos juntábamos, yo solía tolerar sus disipaciones porque estaban impregnadas de cierta genialidad arrabalera, cierta picardía porteña afilada con la piedra ancestral de la diáspora judía: en la figura desaliñada, obesa y mitológica de Solomón juegueteaban Perón y Abraham, Maradona y Spielberg, el Che y Kafka. El gordo era director de cine, había yirado por el mundo gracias a una educación cosmopolita de clase media culta, manejaba el inglés, había conquistado, a su manera, los Estados Unidos (en una estadía de un año), era un perspicaz narrador, celoso de sus amigas y de las formas viriles y arias que conquistaban los cántaros vaginales del mundo: un personaje multifacético plagado de contradicciones que lo ponían en el lugar de sabio ignorante (oxímoron acorde a su persona). Desde la primera vez que nos vimos, percibí en él cierta hostilidad hacía mi: una vez me dijo que yo le recordaba a un “tenista pitocorto”. Rápidamente deduje que él proyectaba en mí su pequeñez peneana, y, por el contrario, imaginaba que yo tenía una rosada y grande salchicha alemana. En fin: yo me limitaba a escuchar sus raptos de geniales delirios y festejaba su facilidad para quebrar los bordes de la realidad, pero nunca dejé de percibir esa violencia larval hacia mi que se gestaba en el fondo de su alma (uno de sus proyectos era poblar de elefantes la Patagonia). Hasta que todo estalló. Se empezó a burlar, intempestivamente, de mi apellido, de mi origen judío-eslavo -¡vaya contradicción viniendo de él! -, de mis padres, de mi forma de ser. Se refirió despectivamente hacia mi tildándome de “escencialista, changarín, macrista, burro, bruto” y un montón de otras viles imprecaciones que lentamente iban pasando el límite de los tolerable. Alan le pidió que se tranquilice porque vio la ira brotando en mis ojos a medida que Mauricio se agigantaba en sus incontrolables invectivas. Yo también había almacenado una reserva de posibles insultos por si algún día se desencadenaba la guerra. Entonces me levanté y  le espeté mi fulminante diatriba:
“Me tenés podrido, pelotudo. Pelotudazo. Proto-comunista de la judería decadentista. Estoy harto del fascismo de tu academia pseudo-proletaria, mantenido de mierda: te hacés el revolucionario pero si tus viejos te cortan la tarjeta, te desinflás como un globo. ¿Quién te crees que sos? Te la tirás de popular y no le das al Estado y al pueblo siquiera la migaja de tus impuestos. Tus delirios de unanimidad no son más que deseos ocultos de castigar a una nación con la represiva tiranía de tu agitado mundo interior, que en el afán de liberar, busca cercenar mentes para tu propio goce, ¡Dios nos libre que tipos locos y sin proyectos algún día ocupe alguna posición de importancia! El pitocorto sos vos, que la vez que la pudiste colocar acabaste en dos minutos sin ponerte el forro y embarazaste a una mulata en Cuba mientras filmabas boludeces y recibías los ignotos premios del régimen. ¡Me cansaste!”

Solomón se levantó, se prendió un porro y también lanzó su aguda catarata de insultos. Yo estaba tan caliente que casi no lo escuché. Al no conocerme con tanta profundidad, las aguas que vertía tenían todas mismo ritmo. Él imaginaba que yo era un oligarca provinciano, entonces se ponía en el lugar del proletario culto que insultaba a un príncipe soberbio y explotador. Alan pidió paz, aludiendo que éramos “hermanos”. Yo le dije que con un mamerto así la paz era imposible. Solomón me echó de su casa, dijo que yo nunca había sido su amigo. A esas alturas, yo conocía bastante bien Temperley, donde moraba este excéntrico cineasta frustrado: caminé hacia el Coto, me compré unos sandwiches, una coca y me tomé el tren hacía mi casa. Me acosté pensando que el día anterior yo había dicho que “Solomón era puro amor y que ansiaba verlo”.

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