En algún lugar del Conurbano de cuyo nombre no quiero acordarme, se me dio por entregarme al robo de libros. La historia que voy a contar es de la verdad, no de la prosa rimada y de la poesía hecha párrafos prosaicos. La posta es que fui partícipe necesario de un delito. Y fui miembro de una asociación ilícita, integrante de una banda de alto vuelo intelectual: ¡choreamos libros! ¡No cualquiera!
Yo estaba ayer en casa de un amigo, lejos de la Capital. Desayunaba tranquilo hasta que cayeron dos vagos en la puerta, como si fueran paracaidistas del diablo. Estaban ahí, sobre la hierba crecida del jardín. Habían tenido la osadía de traspasar la puertita de alambres blancos y se sentían como si fueran locales. Uno era un muchacho robusto de ojos marrones, brazos hinchados y piernas gruesas. Sonreía todo el tiempo. El otro, un flaquito lauchita de tez muy blanca, costillas sobresalientes, expresión alegre y gesto rebelde. Preguntaron por el flaco fumador que me invitó a su rancho zafarrancho. Los hice pasar luego de cerciorarme de que eran de confianza. De todas formas, dos pibes caucásicos y bien vestidos son fiables en los entornos en los que me muevo yo. Todo bien, pero algunos somos más iguales que otros.
Cuestión que con uno de los atorrantes empezamos a jugar ajedrez. Me ganó en una partida trabada. Estudiante de Derecho. Hijo de una abogada como el laucha que estaba mirando el juego y agitando movidas interesantes que yo rehusaba materializar sobre el tablero. En el aire, el humo maldito del cigarro, algo que odio con el alma y el cuerpo, la nariz y la boca. Trato de evitar ese veneno legal.
Bueno, los cuatro desocupados, los cuatro chicos de la clase media venida a menos, nos fuimos para la estación bajo un sol de locos. Veranito de San Juan. Mucho calor. Como unos tarados, llevábamos abrigos en la mano. La costumbre típica de julio. "A la noche refresca". ¡Las pelotas! Humedad y sol pleno toda la puta tarde. Entre queja, chistes y delirios varios, llegamos al tren. Había una formación parada que iba a lo desconocido. Terra incognita. Randazzo y su revolución ferroviaria estaban muy cerca. Yo sabía que los muchachos iban a hacer maldades lejos, muy lejos de casa y de Buenos Aires. En un principio, sentí miedo. Lo confieso. No quería que me agarré un macho loco malo y me dé muchas piñas hasta hacerme sangrar la cabeza, la cara, las orejas, los brazos. Hay muchos pegadores sueltos. Cornudos que tienen toda la testosterona a flor de piel y que están dispuestos a matar al otro para ser el alfa de la manada.
Luego de mucho pensar, subí al tren tentado por la aventura de ver un lugar desconocido, allá en los confines de la civilización y en el principio de la barbarie. Las vías de la Ciudad iban bien lejos, ahí donde las venas y las arterias escapan del corazón y tocan las extremidades del cuerpo de la metrópolis. La máquina tardó mucho en arrancar. Tuve tiempo de deliberar. Pensé en que podía ser detenido por la policía o golpeado por una turba loca de linchadores fatales. Pensé mucho. Era todo un filósofo. En un momento, creí que podía ir y brindar apoyo logístico: esperar a los chicos en una plaza mientras ellos hacían de las suyas. O podía sostener sus abrigos para facilitar su innoble labor. Pero al toque caí en la cuenta de que las camperas podían servir de capas mágicas para hacer desaparecer objetos. Las prendas que los cuerpos sudorosos no llevaban habían devenido en una suerte de agujeros negros portátiles ideales para tragarse toda mercadería a su paso. Así que desistí de ofrecer mis servicios de apoyo al escuadrón y me sumé a la unidad regular de infantería. Tenía que entrar al teatro de operaciones.
Pasamos por una estación que estaba rodeada de villas. Muchas villas por todas partes. Había muchos caballos sobre el pasto y gallos en las terrazas de las casas. Andaban como si nada. Baldíos y más baldíos se sucedían en forma de canchas de fútbol. Usualmente, los entornos de las estaciones ferroviarias suelen ser lugares céntricos, urbanizados. Pero estábamos lejos de la lógica de los primeros cordones del Conurbano. Nos encontrábamos más cerca del campo que de la ciudad. Todo era distinto.
Hablamos de la locura, el trauma que puede generar la alienación, Foucault y el modo aleatorio en que opera el Panóptico. Era la deriva de todos nosotros. Comentábamos el paisaje de calles de tierra, casas de cartón y gente con la mirada extraviada. Nos sentíamos dichosos por saber. Saber es poder. Decíamos pavadas de este tipo y estigmatizábamos a los pobres para amarnos mejor. En el fondo, sabíamos bien que éramos unos hijos de puta con pretensión de ocupar un lugar en la burguesía.
- Alan, Hobbes dice que el conocimiento está reñido con la bondad. Uno desea saber para dominar al otro. Uno quiere poder.-
- Sí, por eso San Francisco fue intelectualmente mediocre, igual que el Papa Francisco, en comparación con Benedicto. -
- Muy buena comparación. -
Entre charla y charla, llegamos al objetivo. Encaramos la peatonal de un humilde distrito bonaerense. Sin vacilaciones, nos metimos en una librería bien puesta del lugar. Un amigo y yo nos dedicamos a llenarle la cabeza de preguntas a los vendedores. Los pilares de la tierra y otros ladrillos iban desapareciendo de las estanterías para aparecer, como por arte de magia, en la mochila de los otros dos vagos, los hijos de abogadas. Milagro de la mechería lo nuestro. Una vez consumado el hurto, nos fuimos a deliberar un nuevo plan de acción. Nos hundíamos cada vez más en el Conurbano como si fuéramos un cuchillo que se clava en lo profundo de una carne débil, una carne victima del dolor y de la vida que se hace muerte a fuerza de sangre perdida.
- Así como en el Código Penal existe la figura de "hurto famélico", tendría que existir la figura de "hurto intelectual". Algunos roban para comer. Nosotros robamos para leer. O para que otros lean a menor precio. Es por el bien de la cultura que hacemos esto. - Dije este breve discurso en medio de la aprobación de mis cómplices.
En verdad, robamos por la aventura. Por lo menos yo. Los hijos de las abogadas hacen dinero para subsistir con esto. Sin embargo, creo que es más el placer de lo desconocido que el afán de vil metal el que los hace ponerse en contra de la sociedad y las leyes. La transgresión. Es cierto que roban mucho y muy bien, pero tampoco ganan mil euros al mes con este curro. Así que queda clara la veta de rebeldía en este acto maldito desde hace siglos: robar. Robar para nosotros fue una forma de conocernos, de pegar una amistad, de tener buena onda.
Una vez consumado nuestro primer hecho del día, decidimos ir por más. Nos fuimos todavía más lejos, bien lejos. Nos internamos en el Conurba en uno de esos colectivos cuyo número de línea está más cerca del mil que del cien...
Nos perdimos, nos consumamos, nos consumimos. Y el gusto de la nada quedó en el sinsabor que trae el pecado. No hablo desde ningún lugar sino desde el aburrimiento que da la vida del desocupado, la vida del que se hace ladrón para escapar a la fatalidad de tener que esperar la muerte sentado y sin hacer nada...
- Alan, Hobbes dice que el conocimiento está reñido con la bondad. Uno desea saber para dominar al otro. Uno quiere poder.-
- Sí, por eso San Francisco fue intelectualmente mediocre, igual que el Papa Francisco, en comparación con Benedicto. -
- Muy buena comparación. -
Entre charla y charla, llegamos al objetivo. Encaramos la peatonal de un humilde distrito bonaerense. Sin vacilaciones, nos metimos en una librería bien puesta del lugar. Un amigo y yo nos dedicamos a llenarle la cabeza de preguntas a los vendedores. Los pilares de la tierra y otros ladrillos iban desapareciendo de las estanterías para aparecer, como por arte de magia, en la mochila de los otros dos vagos, los hijos de abogadas. Milagro de la mechería lo nuestro. Una vez consumado el hurto, nos fuimos a deliberar un nuevo plan de acción. Nos hundíamos cada vez más en el Conurbano como si fuéramos un cuchillo que se clava en lo profundo de una carne débil, una carne victima del dolor y de la vida que se hace muerte a fuerza de sangre perdida.
- Así como en el Código Penal existe la figura de "hurto famélico", tendría que existir la figura de "hurto intelectual". Algunos roban para comer. Nosotros robamos para leer. O para que otros lean a menor precio. Es por el bien de la cultura que hacemos esto. - Dije este breve discurso en medio de la aprobación de mis cómplices.
En verdad, robamos por la aventura. Por lo menos yo. Los hijos de las abogadas hacen dinero para subsistir con esto. Sin embargo, creo que es más el placer de lo desconocido que el afán de vil metal el que los hace ponerse en contra de la sociedad y las leyes. La transgresión. Es cierto que roban mucho y muy bien, pero tampoco ganan mil euros al mes con este curro. Así que queda clara la veta de rebeldía en este acto maldito desde hace siglos: robar. Robar para nosotros fue una forma de conocernos, de pegar una amistad, de tener buena onda.
Una vez consumado nuestro primer hecho del día, decidimos ir por más. Nos fuimos todavía más lejos, bien lejos. Nos internamos en el Conurba en uno de esos colectivos cuyo número de línea está más cerca del mil que del cien...
Nos perdimos, nos consumamos, nos consumimos. Y el gusto de la nada quedó en el sinsabor que trae el pecado. No hablo desde ningún lugar sino desde el aburrimiento que da la vida del desocupado, la vida del que se hace ladrón para escapar a la fatalidad de tener que esperar la muerte sentado y sin hacer nada...
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