Un hombre que dice haber cruzado a Lucifer y el miedo al miedo. Barrios que atraviesan la nada. La mentira de que alguna vez la ciudad se hace campo.
Un hombre que dice haber cruzado a Lucifer y el miedo al miedo. Barrios que atraviesan la nada. La mentira de que alguna vez la ciudad se hace campo.
Pesadillé, que no soñé, fuerte el otro día. Me llamaba San Agustín. Canonizado en vida. Predicaba la palabra de Dios en un departamento tipo casa o "ph" de algún barrio porteño. Una morada con reminiscencias de infancia en Flores, juventud con amigos de Caballito o vicio en Palermo Viejo. Allí, en esa porteñidad perfecta, caminaba por las habitaciones y daba testimonio del Evangelio. Cruzaba el patio una y otra vez y volvía a entrar en los cuartos de personas posmodernas. Las lámparas prendidas, la música de fondo y los ruidos lejanos de la calle me dejaban como un santo equivocado de lugar y época.
Un centurión romano - alto, corpulento y pelado - discutía con su esposa, la pequeña Damaris. Él, Cayo Bruto Severo, se parecía al ítalo-argentino Santiago Cúneo. Por prudencia, o tal vez por miedo, no quise mediar en la querella conyugal. Preferí seguir mi caminata por la casa, Biblia en mano. Daba vueltas en círculo. Salía del patio por una habitación, recorría los cuartitos y volvía al patio a través de otra pieza.
Creo que nadie oía mi predicación. Quedaba entre Dios y yo. Todos se encontraban de fiesta en la terraza, salvo el matrimonio peleador de Cayo Bruto Severo y Damaris.
Iba a entrar de nuevo a la casa, luego de atravesar el patio, pero Damaris se interpuso y me asestó una puñalada en el abdomen. Atrás venía Cayo Bruto Severo, también puñal en mano. Entre los dos me hicieron mártir. Lo de la discusión quizás fue una puesta en escena. Me tenían que matar por ser de otra época y debían matar por ser de otra época.
De victoria en victoria. ¿Qué pueden decir? Inventores de mentiras. No conformes con sus fracasos, empujan al prójimo a la nada. Incapaces de ser otros, siempre los mismos mediocres.