Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

lunes, 11 de noviembre de 2019

Sueños locos XCCCI (Horror en Once)





  Yo vi cómo fusilaron al Ucraniano en la cárcel. A mí también me querían mandar al otro lado. Nos pusieron a los dos de pie, frente al portón de salida, casi a modo de burla ("más rápidos vamos a sacar sus cuerpos de acá", dijo uno de los guardias, ante los gritos y risas de miles de ladrones y asesinos). El patio delantero del presidio platense se encontraba abarrotado de presos que querían ver el espectáculo de nuestra muerte. Además de la multitud en campo, había privilegiados en palcos: las ventanas enrejadas de las celdas, desde las cuales caían objetos contundentes, silbidos, escupitajos, papeles, orina, excremento; ira, carcajadas, maldiciones y miradas carentes de compasión. Ni una sola mujer en todo el predio.  

  Mi compañero recibió un disparo en la frente. Un francotirador, que no pude ver, procedió desde la terraza del edificio (las pericias determinaron eso; además, no había pelotón de fusilamiento ni nadie apuntando un arma frente a nosotros, solamente se veía la gran masa de cuerpos que exigían nuestro pronto deceso). Cuando cayó muerto el Ucraniano, se oyó una explosión de algarabía similar a la que genera un gol en el último minuto de la final del Mundial entre Argentina y Brasil. No sé por qué tanta alegría por la muerte de un preso político. Quizás la vida de un anarquista extranjero no vale nada. O, simplemente, los reos, en su aburrimiento y perversión, festejarían hasta la agonía del mismo Jesús, que más de uno tiene tatuado en el pecho tumbero y apuñalado. 


  Me alegraba la idea de morir mártir por mis ideas. La gloria eterna como recompensa de mi militancia terrena. Mi cara en las remeras. Mi nombre en los libros de historia y en las calles de todas las ciudades del país. El tiempo habría de juzgar sin misericordia a mis verdugos. La acusación de terroristas con la que nos persiguieron nunca tuvo fundamento alguno. Una difamación sin sustento. ¿Qué hicimos los miembros del Grupo 2001 para merecer destierro, proscripción, muerte y prisión? Decir la verdad se convirtió un crimen en la Argentina dominada por la oligarquía. 


  Yo miré con soberbia a toda la carne de presidio que me rodeaba. Sé que la mayoría de las personas privadas de su libertad son víctimas del sistema. Sin embargo, me daba bronca ver la poca solidaridad de clase. Como dice la canción, "todo preso es político", ¿no? Peor son los guardias, que sojuzgan a sus vecinos de barrios bajos, incluso hasta denigran a los propios familiares tras las rejas (creen que garrotear a sus hijos delincuentes les da mayor autoridad moral). Cuando se produjo el deceso de mi compañero, me sorprendí de no haber padecido la misma suerte. ¿Tortura psicológica? Pasaron unos segundos y ahí sí que el corazón me explotó. Se escucharon aplausos. Luego, silencio. A mis espaldas, el portón se abrió. Nadie se atrevió a intentar salir. Desde un parlante ubicado en lo más alto de la cárcel, se oyó una voz masculina distorsionada que decía: "El reo número 974.517 puede marcharse". No lo podía creer: ¿tantos enjaulados había a lo largo y ancho de la Patria? Un número contundente. Aunque nadie me crea, tuve la lucidez de pensar estas cuestiones en el fragor de la adrenalina del suplicio. 


  Sentí miedo de darme la vuelta y ser amasijado por la espalda. Por eso me quedé de pie, mirando al frente. Grité: "¡Exijo garantías de no ser fusilado a traición!" Cuatro penitenciarios me colocaron un chaleco antibalas y me escoltaron hasta la salida y más. Me acompañaron a pie un kilómetro, lo suficiente para que yo me sintiera más tranquilo. Ya entremedio de árboles frondosos al costado de una ruta, recuperé un poco la confianza. Las piernas me temblaban. Dos custodios me sostenían de los brazos. No pasaba ningún vehículo. Cuando quedé solo, caminé en dirección a Buenos Aires. "Todos los caminos conducen a Roma". Sonó un celular en el bolsillo de mi campera. Alguien lo puso ahí sin que yo me diera cuenta. La psicóloga del penal quería hablar conmigo. Me alcanzó con el auto segundos después. Me hizo subir y manejó un largo trecho, casi hasta las puertas de la Gran Ciudad.


- Me alegra que estés vivo, pero lamento la muerte del Ucraniano. Se nos fue un imprescindible. Si el cielo existiera, a su alma le quedaría chico. ¡No pasarán! Ya van a ver: las balas que nos tiraron van a volver. -


- Flaca, entiendo que estés mal, pero yo soy el que acaba de salir del infierno. Bajá un cambio con las frases hechas. Sé que "como a los nazis les va a pasar: adonde vayan los iremos a buscar". Comparto el sentimiento. Todo bien. Aunque ahora es tiempo de ver cómo sigue esto. Capaz nos cagan a tiros veinte metros más adelante, ¿viste? -


- Mirá, yo tenía algo con el Ucraniano. Perdón que esté así. Nadie lo sabe. No digas nada hasta que pasen unos años. Me alegra que salgas. Tené cuidado. Te van a acusar de cualquier cosa. Esto no termina. Yo te prometo seguir con el tratamiento, aunque sea en la clandestinidad. Lo necesitás. El seguimiento va a continuar, tranquilo.-


  

  Luego de deambular por horas, llegué al barrio de Once. Faltaba poco para que oscurezca. Hacía frío. Escuché las noticias desde una radio portátil que me compré en el camino (la psicóloga me dio plata y me dijo que descarté el celular). Una bomba había estallado en la zona, en la vía pública, un arma biológica: un gran  artefacto metálico se abrió y dejó escapar de su interior a miles y miles de pequeños insectos voladores, como cucarachas, que contagiaron una peste que fulminó a varios en cuestión de horas. Creo que se apuntó a la guerra psicológica: durante mucho tiempo, la gente sintió terror ante la presencia de un bicho cualquiera. Fumigar se convirtió en una obsesión. Las calles de Buenos Aires habían quedado casi vacías. 

  Alcancé la calle Presidente Perón. Vi, contra un paredón, a muchos judíos ortodoxos que lloraban y rezaban en hebreo. Quise acercarme, pero preferí respetar su duelo. Caminé para el lado de Pueyrredón. Ya en la estación de tren, mucha gente me miraba. Se veían velas encendidas, personas tristes, abrazos, llantos. Una jornada de oración interreligiosa por los muertos, pero con espacios específicos para cada confesión. En el centro del hall, una imagen de la Virgen de Luján dominaba todo. Pese a no ser practicante, me acerqué al espacio católico, más que nada por afinidad con el Papa Francisco y los curas que optaron por los pobres. 


  Me olvidé de contar que, en la entrada lateral de la estación, un señor judío me miró a los ojos y me reconoció. Asintió con la cabeza en señal de aprobación a mi persona. Quise saludarlo, pero sentía que podía comprometerlo y dejarlo en evidencia como simpatizante de nuestra causa. Ahí fue que decidí caminar hacia el centro, del lado de los católicos. En la parte de Bartolomé Mitre, la que da a la Plaza Miserere, se encontraban los evangélicos. 


  Cuando alcancé la imagen de la Virgen de Luján, un grupo de fieles quiso pedirme una firma. Realizaban una suerte de censo confesional, con la obsesión de mostrar que todavía hay más católicos que protestantes en la Argentina. Yo quise firmar porque me reconozco parte de la Iglesia, pese a diferencias políticas. Sin embargo, me abstuve al saberme buscado por el atentado con un arma biológica. Mi radio, y los televisores de la zona, daban mi nombre como sospechoso. 


  A través de redes sociales, se organizó una marcha desde Once a Plaza de Mayo. Aproveché y me perdí en la gran columna que salió de la estación. Alguien, que no voy a nombrar, me reconoció y me sacó de ahí. Tres días más tarde, se supo que el atentado fue perpetrado por el mismo Gobierno para encarcelar opositores y recortar libertades individuales. Al cuarto día, el régimen cayó y los fusilados fueron otros...        

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