Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

jueves, 17 de enero de 2019

Sueños locos CXXI (Campo de Mayo)



  Hace unos días, fui a conocer Campo de Mayo. Más que nada, me mandé con la intención de inspirarme para escribir. Un conocido militar me dejó pasar, de noche. Un frío que te hacía doler las bolas, la verga y el alma. La típica de respirar y que salga vapor, como si uno fuera una locomotora de carne y hueso. La campera que me regaló el marido de la Virgen Atea no me abrigaba ni mierda ahí, pleno corazón del Konurmalo profundo, tierra de caníbales peronistas y travestis políticos cambiemitas. En Europa, en pleno invierno, la prenda que supo darme tan afortunado varón me protegió de la muerte misma hecha vientos helados. Pero lo que mata es la humedad, ¿no? ¡Qué me vienen a hablar de Londres y París! ¡Te quiero ver en las tierras del Plata, con una fresca que te clava los huesos y se te mete hasta por el orto! 

  Sepan disculpar que putee, señores y señoras, pero no me causa gracia recordar estos gajes del oficio. Periodismo de barrio, que le dicen. Independiente de verdad. Acá no hay un peso, puro huevo y corazón. Ojo, no crean que con esto quiero pedir plata. Nada que ver. Pero no rechazaría una oferta laboral, desde ya que no. En fin. Sigo con la historia de Campo de Mayo, "campo de machos" para los bravos de verde (no me refiero a les pelotudes de pañuelitos aborteros que se disfrazan de genocidas para ver si mojan en alguna argolla sucia y peluda del feminismo radical).

  Me reservo las fuentes. Por tal razón, no contaré con lujo de detalles la experiencia, no vaya a ser que por mi culpa den de baja al que me dejó ingresar y al uniformado que entrevisté. Sepan nomás que fui derechito a un pantano gigante, muy alejado del perímetro. Me interné varios kilómetros, a pie, "para que vayas conociendo, flaco". Obvio que me ponían caras feas los tipos que andan por ahí: ¿qué hace un hombre barbudo de pelo largo entre argentinos tan celosos de su imagen? De todas formas, mi contacto preparó el terreno para no tener mayores inconvenientes.

   Para llegar al corazón del pantano, atravesé pastizales muy altos. Se escuchaba el ruido de las ratas al huir de las víboras. Luego de caminar casi media hora, arribé a un punto donde solamente pisaba agua. No quise avanzar más porque el terreno cedía en profundidad. Se formaba una suerte de lago, con vegetación abundante sobre la superficie. Pese al frío, los insectos no dejaban de hostigarme. Mi escolta alumbraba el camino con una linterna.

  Vi, no muy lejos, a un joven con el agua hasta el pecho. Se sumergía y volvía a emerger. De fondo, se escuchaba a alguien que gritaba "¡otra vez!" a cada rato. No se veía al que daba órdenes tan espartanas.

  Mi acompañante y yo nos quedamos unos minutos en suspenso. No sabía muy bien si debíamos ir al encuentro del esforzado soldado del agua o volver a la guardia de prevención, punto de partida del recorrido. De la nada, un gritó cortó mi contemplación idiota: "¡Avanzar!" Mi escolta me hizo marchar con él en esa depresión del terreno, que nos hundía a cada paso en el fondo de las miserias del ser humano (alguno preguntará "¿por qué no mejor entrenar para la paz" y otro refutará que si vis pacem, para bellum. Soy más de esta última postura).

  Quedé frente a frente con el hombre que entraba y salía del agua constantemente, una especie de submarino viviente. Lo esperable: vestía todo de verde y llevaba la cabeza rapada. A grandes rasgos, puede decirse que la comunidad castrense guarda similitudes en todo el mundo. Asombra pensar que en estos momentos un recluta inglés, también rapado, está efectuando ejercicios similares, quizás sobre un lago rodeado de nieve. Obvio que las hipótesis de conflicto son diferentes por región: mi compatriota anhela una revancha en Malvinas, pero sabe muy bien que, con suerte, y con un cambio en las leyes, tal vez se enfrente a agrupaciones narcos en las fronteras con Bolivia y Paraguay. El británico, en cambio, se entrena para los teatros de operaciones más adversos del mundo: Afganistán, Círculo Polar Ártico, Corea del Norte o Siria. Nunca lo dirán porque es políticamente incorrecto, pero nuestros hombres de armas envidian la suerte de sus hermanos del Hemisferio Norte. La mayoría de los que se meten en los cuarteles busca el conflicto, por más que diga que va por el sueldo seguro y los beneficios de la obra social, el crédito para la vivienda y el auto. 

  Perdón por la digresión. Vuelvo a lo importante de mi misión: quedé frente a frente con un soldado argentino en plena jornada de entrenamiento. A su derecha, cerca de su brazo, flotaba una rata. Se me escapó un gesto de asco. "Macho, no te asustes. En la guerra, estos bichos se comen. Acá nos hacemos hombres de verdad. ¡Viva la Patria carajo!" No existe hantavirus ni leptospirosis que pueda detener el ímpetu de nuestros hombres. 

  Luego de un silencio incómodo, solo cortado por los chillidos de las ratas nadadoras que comenzaron a rodearnos, mi escolta y yo volvimos al punto de inicio de la expedición. El submarino viviente siguió con su rutina de zambullirse en aguas putrefactas. Mientras nos íbamos, él gritaba cada vez más fuerte "¡Viva la Patria carajo!" y "¡Malvinas argentinas por siempre!", entre otras consignas nacionalistas. Admito que sentí admiración por el muchacho. Como dijo el gran Aldo Rico, "el Pueblo quiere leones en los cuarteles, no políticos".   

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