Combate en Buenos Aires
Roca y Escalada. Junio envuelve a Buenos Aires con su gélida exhalación otoñal. Alan Argento espera a su oponente sentado en el umbral de un viejo edificio. La ciudad está presa en el rumor infinito del reggaetón. Alan piensa en Rimbaud y en Jesús. Un Peugeot 307 estaciona en la esquina. No hay nadie: ni vendedores ambulantes, ni putas, ni zombies desgarrados por el paco. Zubielqui, pesado, imponente, se baja del auto y tira un cigarrillo a medio fumar, carraspea y se saca la campera de gabardina color beige; la guarda en el coche. Argento se levanta, se ata un rodete que parece una granada orgullosa sobre su cráneo, piensa: “El combate del siglo. Un joven contra un viejo. Un católico contra un ateo. Un peronista contra un gorila. Un civil contra un militar. Homero jamás hubiese imaginado algo así”. Fabián Zubielqui avanza como un mastodonte búdico: está tranquilo, confiado. Los dos miden lo mismo: 1, 80. Alan pesa 82 kilos, el Buda Marino, 120. “Pendejo maricón, ¿listo para el chasco de tu vida?”, murmura. “Viejo puto”, farfulla Argento, que levanta las manos, arquea las cejas y comienza a bailar. El viejo se pone en guardia, se cubre la cara mejor que Alan, con más profesionalismo y experiencia, pie izquierdo atrás, pie derecho adelante, una mole vibrante de grasa combativa. Argento comienza a danzar en circunferencias, el rodete tieso, espiando al Buda por encima de los nudillos apretados. Recuerda las palabras del Ruso: “A un tipo de más de 90 kilos no lo tumbás fácil”. Zubielqui se adelanta, veloz, y lanza su primer manotón sobre la cabeza de Argento, que se agacha, lo esquiva y sale impulsado hacia adelante, estallando contra el vientre del ex combatiente de Malvinas. Por la nariz del joven penetra un picante olor a tabaco quemado. Algo le hizo, al menos le apretó los pulmones. Fabián lo busca, lo provoca, lo llama, Alan da saltitos a su alrededor, como un pequeño planeta gravitando en torno a un astro hostil. El Gordo sale eyectado hacia adelante y le da un cachetazo con mano abierta en la oreja izquierda, el joven, aturdido, pega un alarido y arremete con una lluvia de patadas desorganizadas: una de ellas hiere el muslo de Zubielqui, que se dobla y se agarra los cuádriceps. Argento hace morisquetas, mueve las manos como haciendo sombras chinescas, siente que el Judío de Belén lo observa desde la esquina, la faceta guerrera de los Evangelios lo imbuye de heroicidad. Vuelve a atacar: pega un salto, golpea la cara de Fabián, que saca un cross sorpresivo que raspa la mandíbula de Argento. Se trenzan, se golpean las costillas, vuelan patadas, bufan, una gota de sangre se adhiere a la calle, se separan y vuelven a sus puestos. Se auscultan cansados, tienen calor. Alan se repone, se acerca con sigilo y comete un error: intenta taclearlo como un rugbier: los 120 kilos de Zubielqui no se inmutan y sus ojos marciales ven al muchacho escarbando en su estómago: una lluvia de pesados puñetazos castiga los omóplatos del amiguito de Jesús, que chilla con pavor. “¡El chasco de tu vida, hijo de puta!”, grita el Marino. Alan cae presa de un delirio infernal: ya no lo estimula Jesús, lo espolea Maidana, su ídolo pugilísitco. Se repone y comienza a dar zarpazos en la cara de Zubielqui, lo rasguña, arranca pedacitos de piel dura. El Gordo se cubre los ojos con sus dos manazas. “¡Puto de mierda, arañás!”, retrocede. “Cerrá la boca, masón del orto”, grita Argento, que se desata el rodete y deja que sus largos cabellos oscuros cubran su faz de vikingo porteño. Alan traza un círculo veloz y llega a las espaldas del Marino: allí, en un instante cristiano, se compadece de golpe ante la investidura de su oponente visto desde atrás: después de todo, Zubielqui había arriesgado su vida en la guerra, tenía más o menos la edad de su padre, era un ser humano, tenía su historia, lo habían amado, odiado…era como él. Pero todo eso no importaba; ahora estaban batallando: estado de guerra total, había que defender la audacia, la hombría, el honor. Argento corre y se prende de los hombros de Fabián, trepa pisando la base de la cintura y se apoya sobre unos trapecios que podrían sostenter la Trump Tower. Zubielqui se desmorona y cae pesadamente, Alan lo agarra del cuello y le aprisiona los brazos con las rodillas. El Marino está cansado, se esfuerza vanamente, el pibe tiene lo suyo: carece de base técnica pero es un desquiciado, pelea como un salvaje. “Soltáme, pelotudo, ya está, ganaste”. “¿Seguro?, no me traiciones, corneta”, dice Argento. “Seguro”. Alan lo suelta y espera una rápida represalia. Pero el militar sabe perder. Se levanta, lo mira meneando la cabeza, resignado: a Argento le sangra la boca y tiene un pómulo hinchado, renguea; no se la llevó de arriba, después de todo él tenía 54 años y el pibe 29, no estaba tan mal. Argento escucha un silbido y ve que en la esquina emerge, cigarrillo en mano, solemne, su amigo Nicolás, el Oso Rojo, que le apoya una mano en el hombro y se lo lleva hacia su verdadero destino: el delirio filosófico, la literatura y la abstracción. Zubielqui se sube al coche, prende un pucho y le da 500 pesos a su acompañante. “Tenías razón, ganaste, ya estoy viejo para estos trotes”.
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