Norte, arriba. Avenida del Sol y unas cuantas calles que cruzan y que bajan al río. Algunas plazas por ahí, cerca de las vías.
Pasan miles de mujeres. Las miro a casi todas. Me pregunto si alguna de ellas estará conmigo alguna vez. Me pregunto esto y más cosas, pero no consigo responderme. Camino, confuso, a algún lugar para perderme.
Me doy cuenta de que no conozco todas las calles de la ciudad. Recorro los barrios residenciales y me dejo asaltar por el olor a comida caliente que se dispara desde las casas bajas. Siento envidia y hambre.
Camino confuso hacia algún lugar. Camino de caminos. A ambos lados de la calle estrecha, los plátanos custodian las veredas de la gente linda. Observo, feliz, a mis árboles favoritos.
Colecciono la imagen de hembras divinas montadas en autos de lujo. Hembras o diosas, también mujeres. Van en el aire, llevadas por los poderosos en carros igualmente poderosos. Digo, lo animal y lo divino mediado por algo de lo humano. Y el artificio, siempre presente entre los que mandan a la gente que va a pie.
Sigo. Me hago ausente de otras cuadras. Me presencio total unos pasos adelante. Me río solo. No temo la mirada condenatoria de ningún potencial denunciante. Procedo con mi marcha.
Entre tanto andar, el atardecer pinta de repente un cielo más y más opaco. Cada vez que miro arriba, oscurezco un poco. Tal vez mis ojos sean los autores de la noche.
Buenos Aires es la prostituta más linda y cara del mundo.
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