Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

viernes, 19 de mayo de 2017

Sueños locos LXXXIX (Motochorros de Rafaela)





 El Rusito me mostró en su celular un vídeo que me impactó. Se veía en él a un grupo de salvajes golpear a un pibe. "Son los guachos que paran en la cortada, Alan. Son bravos. Dicen que vinieron refugiados de las villas de Rosario y Santa Fe. Estaría para hacerlos cagar a esos vergas. Ya lo' vamo' a agarrar nomás." Eran como cinco negros locos que le entraban de lo lindo a uno: primero le dieron de piñas hasta que cayó. Una vez el vago en el sopi, lo patearon, lo pisaron, lo mearon. Por poco que no lo violaron. Quince grones y rochas festejaban las acciones. Las minas parecían llegadas al orgasmo con cada golpe depositado sobre ese saco de carne. Me daban ganas de meterme en la pantalla de ese teléfono para parar el abuso y convertir en frigidez la risa de esas arpías. Sufrirían mucho esas desgraciadas si hiciera de sus chongos tristes recuerdos sin dientes ni dignidad. 

  Por esos días, no se hablaba de otra cosa en Rafaela. El damnificado, claro, en terapia intensiva, con un pie en la oficina de San Pedro. Los agresores, libres. Es Argentina. Los burgueses rafaelinos, indignados pero incapaces de mover el orto para conseguir la seguridad que tanto exigen en las redes sociales. En ese sentido, esa gente se aporteñó mucho. Le quedó esa del "no te metás" y "algo habrá hecho". 


 - Rusito, ¿podemos ir a lo de las vías y ver qué onda? -


- ¿Tas loco, hermano? -


- Digo, capaz que pinta bondi y le damos. -


- ¡Las bolas, boludo! En la cortada de las vías cayeron chacales bravos. Es el cementerio de los elefantes eso. No sabés. Unos cuantos no volvieron más de ahí. Encima, esto no es Buenos Aires: acá te bajan y enseguida te entierran en el campito. Nadie te va a encontrar entre la bosta de vaca, amigo. -


- No seas cagón, parecés más porteño que yo. Vamos a ver qué onda y si pinta mucho quilombo, nos vamos a la mierda. Pero no me quiero ir de Rafaela sin haberme metido a la villa esa donde pasa el tren y los guachos culean a las negras toda la noche hasta el amanecer. -


- Bueh, ya fue. Vamos.-


  No recuerdo bien por dónde nos metimos. Fuimos a pie. El Rusito tiene moto pero no quisimos arriesgarnos para luego volver a pata y apaleados. Mejor ir despacio en la noche, sin hacer ruidos. Seguimos la vía del tren, uno de los dos que atraviesa la ciudad. Pasamos por los barrios amenos de casas bajas. Las descendientes de suizos, alemanes e italianos del norte, bien guardaditas en sus cuartos, nos miraban pasar desde ventanas enrejadas que hacían parecer crucificadas a tan bellas vecinitas. Ninguna nos saludó pero varias rieron a nuestro paso. La risa femenina muchas veces encubre sentimientos de atracción a primera vista. Nosotros queríamos entrar en todas las moradas y conocer calor de hogar pero nadie nos abriría por más lindo que seamos.


  Caminamos más de treinta cuadras. Cruzamos avenidas y calles pero no vimos un alma. Cada tanto pasaba un coche o una moto pero no mucho más. Sí vimos pasar al tractorcito ese que limpia las calles de Rafaela. Es algo muy curioso esa máquina de campo adaptada para asear la calzada. Uno en Buenos Aires ve casi robots europeos que dan vueltas los tachos de basura en el aire, los vacían, los limpian y los vuelven a su lugar en menos de un minuto. 


  Llegamos a un lugar que se adivinaba campo. Alumbrado público ya no había. La luz de luna permitía entrever casas de techo de chapa sin revoque y una gran extensión de pastos altos alrededor. Un tren carguero venía de frente. Iba despacio, muy despacio. Pero las luces contra nuestra humanidad podían hacernos blancos de los negros provinciales, que no es lo mismo que provincianos. La cosa es que nos tiramos de un terraplén no muy alto. Caminamos con la vista puesta hacia adelante. Estábamos cerca de rozar la villa con nuestros pies. 


  Una vez que el tren se fue, se escuchó llegar una moto al barrio de casas precarias. El jinete del Apocalipsis iba montado en una cumbia que incluía risas diabólicas, con voz muy grave, "¡DJ ritmo veinte diecisiete!" Gente del lugar hacía sonar palmas, gritaba, chiflaba y arrojaba violentos sapucais. Los teníamos a menos de cincuenta metros. No había edificación alguna que nos separe de ellos, solamente un pastizal crecido. Menos mal que llevábamos repelentes porque los mosquitos sonaban como si fueran invitados de honor al baile popular.  


  "¡Eh, ustedes! ¡Corran, guachos!" Nos vieron. Agazapados y todo, nos delató el blanco de nuestra piel, la claridad de los ojos, la belleza de los rostros juveniles, la altura. No podíamos escondernos: somos la luz del mundo. Corrimos en zigzag para evitar ser blanco fácil. La moto venía por nosotros como empujada por la gritería vecinal. Escuchamos una risa muy pero muy fuerte, como si el mismo Satán hubiera querido vernos muertos. Yo pasé por un altarcito consagrado a San La Muerte y sentí miedo, mucho. Se hacía difícil cruzar ese monte por lo alto de los pastizales y la escasez de árboles que pudieran darnos alguna clase de resguardo. Sin embargo, tal vez por la borrachera y la torpeza del jinete, logramos perderlo. Eso sí, algunos disparos nos pasaron cerca de los tobillos, razón por la cual el piloto y copiloto discutieron y nos regalaron valioso tiempo equivalente a una vida entera: "¡Pelotudo! ¡Tirá bien que son cobanis! ¡Ahora va a venir la gorra por tu culpa!"


  Cuando alcanzamos la ciudad, sentimos el alivio de nuestras vidas. Sin embargo, como por inercia, seguimos corriendo. Llegamos a una casita de un barrio apartado. Un tal Sidney le dijo a Ignacio por celular que podíamos meternos por la ventana clavada en el techo a dos aguas. El dueño de casa estaba en un baile y nos habilitó el secreto para ingresar a su morada sin llaves. Así que saltamos la reja y, árbol mediante, escalamos el tejado y de ahí la ventanita. Nadie nos vio porque... Sí, tuvimos suerte. Nos metimos en el altillo y vivimos para contarla.   


1 comentario:

  1. Hermoso relato. No se si es real o ficción (Muy atado a la realiad) pero es atrapante.-

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