Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

martes, 24 de enero de 2017

Sueños locos LXXXI (El pardo pendenciero)



 Era Navidad, Navidad en el Sur, en nuestra Patagonia. Hacía algo de frío allá en Ushuaia. Parecía que estábamos en el Hemisferio Norte. Por las películas y las series, uno piensa en las Fiestas asociadas a la nieve. Quizás influya la parte europea que tenemos casi todos los argentinos, en mayor o menor medida. Algunos de nuestros ancestros vienen de "allá arriba", si aceptamos el mapa consagrado por el imaginario eurocentrado. 

  No sé cómo pero me hice amigo de una gente muy buena que tenía una juguetería. Me invitaron a pasar Navidad con ellos. Estaba de vacaciones y bueno, confieso que iba a cenar solo en Nochebuena. La necesidad que tenemos muchos porteños de irnos de todo para llegar a nosotros, lejos del humo de voces malas y del ruido de miradas extrañas y extrañadas.

  Las mesas eran de juguete, esas de plástico de todos los colores que usan los niños de jardín. Nos ubicamos en el ancho y largo pasillo de entrada del local, en medio de dos vidrieras que mostraban bicicletas, cuatriciclos, juegos de mesa, muñecos y muñecas, autitos, pelotas, caballitos, inflables de todo tipo. Era un comercio muy bien surtido, un sueño.

  Una de las chicas, Silvina o Silvana, no recuerdo bien su nombre, había servido unas entradas frías: matambre, pollo, ensaladas, algo de cerdo, fiambres. Empezamos a picar desde temprano, eran cerca de las siete de la tarde. Había sol pero una masa de aire frío abrazaba el ambiente. Parecía que Papá Noel iba a llegar en cualquier momento. Adornos navideños por doquier: luces, guirnaldas, arbolitos de todos los tamaños, bastones rojos y blancos, moños, campanitas. Me sentía en Europa y eso que nunca fui al Viejo Continente.

  Mis anfitrionas, las que me invitaron, eran tres hermanas. Una castaña, una de cabello más bien oscuro y una rubia, esa tal Silvina o Silvana. Las tres eran delgaditas, blancas, altas, sobrias. Lindas de cuerpo: piernas largas, tetas turqueables, colas dignas de mil pajas y mil pijas, con perdón de la expresión. Su recuerdo me pierde en lascivia, saliva y mal gusto. 

  Una tarde, muy cerca de la noche, me puse a charlar con las tres niñas en un bar. Me contaron que atienden el negocio de los padres, que estudian, que hacen gimnasia, que aman Buenos Aires, que van siempre a Europa y a Estados Unidos, que están solteras, que les gusta su ciudad, que creen en Dios, que no tienen apuro en casarse y tener hijos, que no les gusta el invierno patagónico, que les gusta el fútbol, que están enamorados de los niños, que su trabajo es hermoso, que todo. Estuvimos como tres o cuatro horas hablando. Yo había ido a tomar un whisky en solitario pero terminé cenando con tres diosas. No me dejaron pagar ni mi parte de la comida. Muy generosas. Yo les conté mi historia de vida: la separación de mis papás, el hambre, el haber dormido en la calle, el consumo circunstancial de alguna cosita, las peleas con delincuentes, la soledad, el no ser popular, el rechazo y todo lo que padece un varón urbano sin empleo estable que vive en un barrio marginal como Villa Lugano. El trío tenía los ojitos nublados por la lluvia. No podían creer mi relato: cómo alguien, por la fuerza de la voluntad, consigue dedicarse de lleno al estudio de la literatura a pesar de lo infernal del entorno, plagado de fieras bípedas. 

  Las tres me trataban con indulgencia durante los días posteriores a nuestro conocimiento. Con una de ellas estaba teniendo un algo incipiente. Había mucho palabrerío pero en lo sexual, poco. Me hubiera gustado quedarme con el trío pero las cosas no suelen funcionar así. Lo importante es que el triunvirato me hizo digno de ser invitado a cenar el 24 de diciembre.

  Estaba sentado a la mesa. Le tenía muchas ganas al pollo frío y a la ensalada de papa y huevo. Más tarde iba a venir el asado y el lechón a la parrilla pero tenía hambre, me fui con poco dinero a Ushuaia y hubo días en que no probé bocado. 

  La mesita estaba muy cerca del piso. Era un tanto ridículo ver a tipos grandes sentados en sillitas de plástico de todos los colores pero la familia juguetera era muy festiva, alegre. Frente a mí, un tipo de tez marrón y ojos negros bien negros muy negros comía una feta de jamón con la mano. Creo que era un primo de las chicas. Según tengo entendido, había salido de estar preso en Santa Cruz. Pero bueno, una familia cristiana no hace acepción de personas y menos en Navidad. Si me recibieron a mí, menesteroso de una gran ciudad como Buenos Aires, ¿por qué habrían de rechazar a alguien de su sangre? El tipo no paraba de mirarme. Me sentía incómodo. 

- Alan, contále a mi primo eso que me dijiste el otro día de la supervivencia. -

  Silvina, o Silvana, me puso en un lío: cómo explicar a ese simio algo. Por mucha pedagogía que uno pueda tener, con ese tipo de gente se habla a los guantazos secos, o mojados de sangre. La palabra no es del dominio de cuchilleros, pistoleros, rastreros y otros despojos antropomorfos. 

- Ariel, la supervivencia también forma parte de la vida de todos, no es solamente sobrevivir en un bosque de la Patagonia. Porque la vida cotidiana termina siendo una odisea, ¿no? Vos fíjate que muchas veces, no siempre, tenemos que enfrentar adversidades. Pero con fe, con esperanza, con mucho optimismo, uno consigue el triunfo de la voluntad. Qué sé yo. Me refiero a cualquier cosa: un problema familiar, una dificultad en el trabajo o el estudio, errores que uno mismo comete, vos me entendés. 

  Silvana, o Silvina, me miraba maravillada. Yo me sentía bien a su lado y mejor me sentía al lado de ella y sus otras dos hermanas. Menos sexo, me daban todo: amor, comprensión, diálogo, abrigo, alimento, paseos. Todo idilio en el cruce de miradas con Sil. Pero luego vi al pardo de Ariel que se río con soberbia y se paró y se fue de manera sobradora, hizo un gesto de desprecio con la mano derecha, de rechazo a mis palabras. Me dio bronca. Quise buscarlo aparte para golpearlo pero mi amiga me contuvo, se dio cuenta de mi malestar.

- No le des bola, Alan. Es un pelotudo, un negro tumbero.-

  Yo seguí comiendo. Volvió al rato. Seguía con su sonrisa incompleta, oscura de caries. Me miraba fijo, me buscaba. Quería ver si podía sostenerle la mirada. Eructaba. Se rascaba la entrepierna. En un momento, tiró la sillita para atrás y puso los pies en la mesita. Sus zapatillas Nike de resortes estaban casi pegadas a mi plato. No aguanté más. Me paré en mi silla, luego salté sobre sus tibias, se las partí, y de ahí fui directo a su humanidad: comencé a lloverle trompadas asesinas sobre rostro y cabeza a mansalva. Sabía que en ello iba mi vida. Todavía estaba dolorido por la partición de las piernas. Sentado, estaba confundido. La camiseta blanca de algún club le quedó más roja que la de Independiente de tanto que lo hice sangrar. Casi que no atinó a cubrirse porque tenía las manos debajo de la cintura: buscaba en vano sus miembros inferiores con la esperanza de restablecer su fortaleza y poder ponerse en pie. De tanto castigo recibido, cayó. Pude ver del lado derecho de su short, debajo de la casaca ahora colorada y antes blanca, un arma. No dude en abalanzarme y seguir con la operación punitiva. Le quité la 45 y lo amenacé para que se fuera. 

  Todos miraban atónitos lo que pasaba. Los padres de las chicas estaban abrazados y lagrimeaban de modo intermitente. El trío femenino gritaba y el resto de los comensales, dispuestos en otras mesitas, no entendía bien la situación y, por eso mismo, nadie hacía nada. Finalmente, el padre de familia llamó a la policía y el sujeto quedó detenido. Todos lamentaron la suerte de ese sobrino, de ese primo, de la oveja negra en medio de los mansos corderos patagónicos. Pero festejaron mi audacia ante tamaño animal diabólico. Mi don de clarividencia, el mismo que me hizo sobrevivir a todo, me dijo lo que podría pasar con ese ser del inframundo. 

  No eran ni las 19:30 hs. Seguimos comiendo como si nada hubiera pasado. La familia me ofreció empleo. Me quedé un verano pero luego decidí volver a Buenos Aires. Mi romance incipiente con una de las chicas no prosperaba. Me enteré que había ido a ver al primo a la cárcel en el marco de una visita íntima.    

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