Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

miércoles, 12 de octubre de 2016

Sueños locos LXXVI (Homeland)




  Era una tarde de sol en Virginia. Sin embargo, los hombres y mujeres que controlaban los cielos de todo el mundo nada sabían de lo que acontecía en superficie. Ellos estaban en un sótano enterrado a varios metros de profundidad, un búnker solamente conocido por la CIA y la cúpula del Pentágono. No había paredes sino pantallas con el movimiento en tiempo real de todas las aeronaves y embarcaciones del planeta. Cada operario vestía camisa blanca y pantalón negro y poseía una computadora desde la cual podía acceder a una base de datos universal. Todos los allí reunidos estaban muy ensimismados, cada cual abocado a lo suyo, en la penumbra austera de su cúbiculo. Unas pocas personas estaban de pie en ese enorme salón sin luces. Carrie Mathison y Saul Berenson lucían enloquecidos, ojerosos, alterados, llenos de transpiración y nervios. Unos generales se miraban consternados en una suerte de sala de situación improvisada. Algo habría de pasar pero no intuían qué podía ser. Una amenaza terrorista había llegado desde Medio Oriente: un blanco estratégico iba a ser atacado en las próximas horas. 

  De repente, una explosión partió el suelo en varias partes, como si hubiera habido un terremoto. Instantes después, cedió una parte del techo. Las pantalla se habían roto en miles de pedazos. La tierra se tragó a todos los empleados. Había polvo por todas partes. El grueso del personal se había convertido en cadáver. Los pocos que sobrevivieron fueron rápidamente ultimados por unos niños muy pequeños que llevaban armas de fuego hechas a medida de sus manitos.

  Dar Adal ingresó por una puerta trasera junto al Sargento Brody. El primero río con satisfacción por la concreción perfecta de su plan. El segundo, cabizbajo, lamentó haber sido utilizado para tan macabro fin. Un ataque así en los Estados Unidos justifica cualquier acción del Tío Sam en cualquier parte del mundo. Los analistas de inteligencia lo saben muy bien. 

  El misterioso Dar Adal, hombre calvo de ojos pardos y nariz aguileña, se llevó a sus cuatro hijos de inmediato. Los niños estaban felices por todos los que habían matado. Sabían bien que no era un juego. El mayor tenía apenas seis. Sin embargo, como si fuera obra de un pacto diabólico, las criaturas tenían mentalidad de gente grande. El Sargento Brody, escandalizado al ver a estos hijos del Diablo, se fue casi sin despedirse del hombre que lo chantajeó con su libertad y con la posibilidad muy cierta de una condena a muerte. La cara colorada del falso héroe de guerra se colmó de rubor y sudor al ver que los pequeños se limpiaban la sangre de las manos con la lengua.

  Una vez que Dar Adal estuvo en su casa, se dispuso a hacerle una merienda a sus pequeños asesinos. Ellos vestían trajes rojos con detalles en negro, se consideraban un equipo, un escuadrón de la muerte. Se habían quitado sus máscaras y ahora esperaban por la leche y las galletas. Reían y se peleaban para ver quién había ultimado a más empleados del búnker. 

  Uno de los chiquillos, el de seis, se disparó en la pierna derecha por error. Sacó el arma de la cartuchera y salió el tiro sobre la cara externa de su muslo blanquito. El de cinco, al ver el desmayo de su hermano, lo creyó muerto y se suicidó de un disparo en la sien. Todo esto en menos de veinte segundos. El niño de cuatro también se quitó la vida. La niña de tres lloraba desesperada. El padre la alzó con ambas manos desde su cinturita,la suspendió en el aire y la miró fijo a los ojos. La rubita, con desconsuelo, gritó que quería ir al entierro de sus hermanitos. Dar Adal, para darle fin a su progenie maldita, arrojó a la desgraciada con todos sus fuerzas contra una pared. Falleció producto de un traumatismo de cráneo. Él continuó la tarea de asesinar por todo el mundo a pesar de haber perdido lo único que le quedaba de familia. Dos años antes, había liquidado a su madre, a sus suegros y a sus padres. Pequeño detalle: el mayorcito se murió desangrado, su papá nunca se dignó a asistirlo. Es más, hasta gozó ver la lenta agonía de su hijo.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario