Respeten sus progreleyes y no sean contradictorios censurandome.

El Congreso no promulgará ninguna ley con respecto a establecer una religión, ni prohibirá el libre ejercicio de la misma, ni coartará la libertad de expresión ni de la prensa; ni el derecho del pueblo a reunirse pacíficamente y de pedirle al Gobierno resarcimiento por injusticias.
(Primera Enmienda de la Constitución de los EE.UU., ratificada el 15 de diciembre de 1791.)



Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.

Articulo 19 de la Declaración Universal de los Derechos humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1948 en Paris.



- 1. Toda persona tiene derecho a la libertad de expresión. Este derecho comprende la libertad de opinión y la libertad de recibir o comunicar informaciones o ideas sin que pueda haber ingerencias de autoridades públicas y sin consideración de fronteras.

-2. Se respetan la libertad de los medios de comunicación y su pluralismo.

(Artículo II - 71; Título II concerniente a Libertades del Tratado para el que se establecia una Constitución Europea)

jueves, 12 de mayo de 2016

Un nuevo abismo





  Frente a un nuevo abismo, frente a un nuevo precipicio de miserias y penumbras, me vi envuelto en las sombras de una noche que parecía eterna. ¿Habría alguna vez de llegar ese amanecer, esa garantía de final, esa suerte de muerte consagratoria? Recuerdo muchos amaneceres cuyos pálidos soles sólo sirvieron para levantar la escarcha dejada por la madrugada, escarcha que luego se hacía helada, humedad que quema los huevos y el alma, que insulta la dignidad de la vida y el orgullo de querer mantenerse en pie. El frío, ese fiel enemigo que genera quebranto, postración, dolor y rodillas pegadas al mentón, brazos escondidos en el pecho. El frío siempre está.

 Un domingo lloroso de otoño me aferré con fuerza al alambrado, quise ver jugar al equipo invencible por lo invisible. Quise también recibir la descarga final y verme con los brazos en cruz frente a los pastos largos cruzados por hojas marchitas. Quise tantas cosas que sólo tuve nada, esa sensación de observarme nada en el mundo, con los labios pegados a la piel gélida del viento sur. La carrera que no iba a correr, el podio al que nunca iba a subir, las mujeres que jamás habría de besar. Todo pasó frente a mis ojos sin que yo pudiera detenerlo. Un kilómetro más habría de hacer en ese marchar y marchitar, en ese sangrar para todos yo. Luego, los caminos habrían de enredarse de un modo muy extraño, algo difícil de explicar.


  Todos yo. No había ni piedras en el camino. Creo que los pies quemaban el aire en una mala suerte de vuelo rastrero, cambiante. Las escaleras estaban vacías. La explanada se mostraba desierta, como una invitación a establecer allí una fosa común. No había vida. Los pájaros se escondían en algún lugar que no existe. Las nubes bajaban con fluidez y el cielo se desmayaba sobre mí. La oscuridad, recién pintada, refulgente, me encendía las pasiones más tristes, esas que queman el cráneo para que se incendie de una vez y para siempre. Quise alejarme pero me hallé en lo más mordido del alma, en la sangre putrefacta de una herida imposible de sanar por su invisibilidad.

  El olor a sangre y muerte me tomaba la nariz, los ojos, la mente y, lo más triste, la moral. "¡Dame todo!", me gritó un ladrón, que me observó cabizbajo a lo lejos y creyó que yo era la presa de su día. Con soberbia, con lenguaje ajeno a su jerga, le dije, no sin cierta resignación y poesía, "todo lo que tengo es esto que soy, esto que ves y que siente, que siente más allá de no tener nada, de nada ser para el mundo azul de los que ayudaron a extraviar tu camino". El joven, descontento por mi amarga osadía, tiró un golpe arremolinado que esquivé con un paso al costado, como con un dejo de maestría deportiva. Un insulto sonó y una amenaza de escarmiento. Pero yo miré fijo sus ojos pardos desesperados y le aclaré, con mirada seca, que no quería ser parte de ese convite, de esa partida de ociosos partidores de suertes, muertes y fuertes. El sujeto se envolvió en su capa de ignominia y desapareció como por arte de ciencia urbana. No lo vi más. Se deshizo en sí mismo. ¿Qué pasó? No sé. Pero el personaje salió del cuadro por tan sólo un mirar que lo hizo viajar al más allá de lo esotérico, donde los vivos charlan con los muertos y juegan partidas de ajedrez inimaginables para los simples mortales. La melancolía que llevaba encima no me permitía darme a ese enredo de trastabillar y hacer trastabillar, ese baile virulento de pegar y no dejarse pegar. Quería ser solamente yo en esa avenida, quería tener la sagrada satisfacción de portar una parte áurea para alivio de mis penas, un pedazo de emoción que sea mi refugio, mi pensamiento reconfortante, el plato de sopa del alma, el alimento de mi mucho cavilar.

  La nada se hizo camino y el camino se hizo lecho duro de pesadillas, fríos despertares de madrugada y ruido amenazante de alimañas. Estaba afuera. En el trayecto, un viejo me había gritado al costado de la ruta. Estaba parado con actitud quejumbrosa. Me dijo que me fuera. Yo le dije que, efectivamente, eso estaba haciendo: me estaba yendo lejos, bien lejos. Me pidió que lo haga más rápido. Amenazó con matarme. Le dije "muchas gracias, pero yo ya estoy muerto". En un momento, especulé con que este anciano quejoso bien podría ser el joven que quiso asaltarme pero con otro ropaje. Tal vez el delincuente me siguió toda esa enorme cantidad de kilómetros solamente para vengar el desplante que le hice a su invitación de convidarlo con todo lo mío. Todo podía ser donde nada era. Sentía que me estaba volviendo loco. No podía pensar de manera tan atravesada. El viejo tomó un palo y me corrió pero tropezó y cayó de bruces en una zanja. Yo no iba a apurar el paso si llegaba a ponerse cerca de mí. No quería darle entidad a un mamotreto como ese. Con dar un paso atrás, dos al costados y un saltito hacia adelante, el mequetrefe quedaba descolocado.

  Desperté con la nuca apoyada en una almohada de roca. Cuando digo "desperté", me refiero a que lo hice de manera definitiva. No hablo de esos choques desgraciados de la noche, ese desaparecer nebuloso de la conciencia que se ve abortado por ruidos cercanos, pesadillas, ganas de orinar o puños de hielo que caen del firmamento envenenado. Lo mío no era un juego poético o filosófico sino una muerte, o una decadencia, una voluntad última de desaparecer en el desierto, en el descontento, en la perdición del cuerpo y de la identidad, del yo. No era víctima de mí mismo solamente: el mundo sin valores me llevó al escape. Los planetas no estaban alineados en mi favor. Pero mis piernas eran un resistirse a la derrota que dan los otros, eran una libertad que llevaba en mí.

  La inconsciencia me llevó a ese campo enorme, a esa voluntad de ser un nuevo hombre o morir allí. Estaba ahogado, temblaba ante la cruz que trazaba en un cielo imaginario, casi sin eternidad, sin poder más que sobre mi piel. Dios, qué lejano lo sentía. Miraba al sol estallar sin pensar. No podía. El miedo al mundo tergiversó todo lo que me tenía adentro del pecho. Quería vivir sin temer pero las fobias consumieron mi personalidad. Era una masa podrida de pensares amorfos.

  ¿Qué es vencer? ¿Qué es ser un tipo exitoso? Somos todos muertos, sombras que atraviesan la pared, cerdos que hablan sin parar sobre la Ley, la conciencia, la intimidad, las influencias, el convencimiento, los medios, los ilusionistas, el mundo, los hallazgos, el hoy, los decires, la eternidad, el conformismo, la moda, el transformismo, lo especial y todo lo demás (los vueltos, las vueltas de la vida, los maltratos, el amor, los animales, los sofocos, lo sombrío, lo frío, lo externo, el alimento, las nubes, la comprensión, la mañana, la luz, el polvo y el devenir).

  Eché el cuerpo de costado y tiré la almohada de piedra bien lejos, todo ilusión. La aceptación me negó toda vista nueva. Las serpientes de humo habían carcomido mi mente. Me puse en posición fetal dispuesto a que la vida me aborte a la vista del sol incipiente. El porvenir ya no era más que un escape perdido, una represión oscura de la realidad, un miedo que se aplaca con una mentira soberbia, el futuro. La seguridad única que tenía en ese momento me la daban los gusanos que habría de alimentar cuando el reloj se hubiera detenido para mí. La paz, la paz.

  Una dama pálida se apareció de pie, yo allí tirado, lejos de toda histeria, de toda enfermedad, de todo falso amor, de toda pasión y error que se hace pecado. "Yo no vine a matarte sino a resucitarte." Ella me dio su mano y eché a andar. "Matá el miedo que mata al alma". Los ojos de ella brillaron con fuerza sobre los míos. "Vas a nacer ahora y desde ahora". Creo que pasé seis meses en esa postración. Ella venía a alimentarme llueva, nieve o truene. Una tarde se cansó y me subió por una escalera hasta una habitación, cerca del monte de mi calvario. Estaba borracho. Devolví todo el daño que me había hecho. Descansé como nunca. El tiempo se había esfumado. Las voces de los otros ya no retumbaban en mil ecos en mi mente. Las miradas oscuras no recaían sobre mí. Los amigos de lo ajeno estaban lejos. Lo mismo que los violentos de los caminos. Se habían fugado. Las caretas cayeron en la huida. Agotados habrían de caer esos criminales que no habrían de arrepentirse de sus actos sucios e impíos, del derrumbe de la civilización.

  La dama blanquecina se fue pero me dejó en la vida, me dejó más vivo que nunca. Sinceramente, al día de hoy desconozco cuál es mi finalidad en este mundo. Pero me siento en deuda con ella. Tengo que seguir y seguir. Podría haber sido pasto de las aves pero el cariño que me dio me salvó. Le debo todo lo que soy, todo lo que tengo.

Dedicado a la Dama del Mañana...

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